Sagardoaren lurraldea

Por los sabores de la sidra, Atlántico en clave efervescente - Sobremesa: revista de gastronomía y vinos

Descripción

Es la bebida atlántica desde Asturias a Normandía, donde el clima oceánico favorece al manzano sobre la vid y la cebada. Unida al terruño y la cultura locales, renace con el auge del producto natural y la gastronomía de proximidad.

euskal sagardoa cerveza gastronomía internacional sidra sidrería txotx

Ficha

  • Autor: Luis Vida
  • Fuente: Sobremesa
  • Fecha: 2018-03-20
  • Clasificación: 2.1. Sidra
  • Tipo documento: Revistas
  • Fondo: Sagardoetxea Fondoa
  • »
  • Código: NA-007821

Texto completo

Aunque el mundo la deletrea en francés, ciudades como Chicago y Nueva York se rinden al encanto de las “salvajes” sidras del norte de España, que son lo más “cool”. En inglés se dice cider, sidre en francés y sidra en castellano, diferentes versiones de la palabra sikera en griego y sicere en latín, pero alemanes y vascos dicen apfelwein o sagardoa –vino de manzanas– quizás porque el cambio climático que enfrió Europa a finales de la Edad Media retiró las vides a las tierras soleadas y su lugar fue ocupado por el manzano. Las sidras españolas pueden ser anteriores a la romanización, aunque las primeras menciones son de los siglos VIII y IX en Asturias, donde se convirtió en bebida nacional. Hoy sale de los llagares de Villaviciosa y su entorno el 80% de la sidra española, 45 millones de litros al año, de los que unos tres se acogen a la Denominación de Origen creada en 2002 para los productores que trabajan con las 76 variedades autorizadas de manzana local.


Las sidras “salvajes” del Cantábrico

El otro 20% de la sagardoa procede en su mayoría del País Vasco y comparte barra con el txakoli y el rioja en los refinados bares de pinchos de la Parte Vieja de San Sebastián. A mediados del siglo XX estuvo casi en extinción, pero resistió en el “Territorio de la Sidra” en torno de la villa de Astigarraga, Guipúzcoa, y pudo recuperarse gracias a las sociedades gastronómicas, a trabajos pioneros como el libro Sagardoa, de José Uría (1978), que documentaba las variedades autóctonas de manzana, y al apoyo de las autoridades locales y de la vecina Asturias. La mayoría de prensas y enseres para la elaboración, junto con decenas de los toneles de castaño de las sidrerías vascas, salieron en su día de los antiguos lagares de Villaviciosa, Sariego o Nava para abastecer este renacer. El vaso tradicional viajó también con ellos. Desde finales de los 80, el ritual del Txotx –la apertura de las cubas de la sidra del año, que se escancia de las kupelas al grito de “hau da gure sagardoa” (“ésta es nuestra sidra”)– atrae a las bodegas a miles de lugareños y viajeros en los meses que van de enero a abril para disfrutar de un potente menú comunal a base de tortilla de bacalao, chuletón a la brasa y queso con nueces y membrillo. El sello privado de calidad Gorenak ampara las “sidras selectas del País Vasco” de 13 productores y, desde 2017, la Denominación de Origen Euskal Sagardoa acoge a 35 sidreros que trabajan solo con manzanas autóctonas, un año decisivo en el que la II edición del Sagardo Fórum trajo a Hernani el primer Concurso Internacional en el que compitieron 120 productores de 12 países en nueve categorías.

Las sidras vascas y las asturianas pertenecen al mismo estilo y, aunque en el mercado nacional rivalizan entre sí, para foráneos como Brian Rutzen, creador del cider bar The Northman, en Chicago, es muy difícil diferenciarlas: “Asumimos que toda la sidra española es vasca por la gran influencia de su cocina y los restaurantes con estrellas Michelin”. Hay pequeños detalles muy visibles que afectan, digamos, al espectáculo: los vascos no escancian y en Asturias no cuentan con el creciente fenómeno sidroturístico del Txotx, pero el visitante del Principado encuentra una bebida ubicua y tan popular que une en transversal barrios, villas y clases sociales. Ambas se elaboran con manzanas ácidas y comparten perfil sensorial gracias a su fermentación con levaduras salvajes y bacterias lácticas, un paladar seco de sabores herbales, cítricos y terrosos con una acidez característica y un sorprendente nivel de acético que puede pasar de dos gramos por litro. Se sirven “en rama”, sin filtrar, y su carbonatación es tan suave que hay que avivarla con el acrobático ritual del escanciado, reproducido hoy con devoción en los bares modernos de Manhattan. Tiradas de la botella en Asturias, o de la cuba en Donosti, se limpian de olores fermentativos y despiertan su suave gasificación interna al romper en el vaso. Hay que beberlas inmediatamente para disfrutar del frágil equilibrio de unas bebidas vivas que encajan de lleno en las nuevas tendencias de la cerveza artesana y el vino “natural”.

Este perfil, ideal para su consumo en fresco en el lagar, la sidrería o el chigre, resultó una pesadilla en los largos viajes. Para calmar la sed de la población emigrada a las colonias americanas de ultramar, el empresario Tomás Zarracina, que fue concejal de la I República, creó en Gijón en 1857 La Asturiana, primera “sidra de champagne” gasificada y filtrada, la antepasada de las dulces sidras de nuestras navidades que se adelantó unos años al nacimiento de los cavas. Hoy la Denominación de Origen ampara nuevos estilos gourmet, como las etiquetas extra brut y brut nature, que pueden estar elaboradas por el método granvás o por el tradicional champenoise y madurar en rima con sus lías. Pero el goloso invento de Zarracina sigue siendo el “cava del pueblo” en muchos hogares españoles, donde la sidra natural que se bebe en Asturias y Guipúzcoa sabe a recuerdo folclórico de las vacaciones en el norte.

Las famosas sidras de Francia

Pero si las sidras del Cantábrico fascinan fuera por su naturalidad y acento salvaje, las de Normandía y Bretaña, que podrían ser sus descendientes, cuentan con el plus de imagen de Francia como patria de la gastronomía, el vino y las bebidas refinadas. El cardenal Duperron ya dijo hacia 1600 que “Francia es deudora de los vascos en el arte de preparar la sidra”, y un trabajo de agricultura de la época afirmaba que sus manzanos procedían de Vizcaya. Posiblemente, estas regiones y, en menor medida, el Loira y otras norteñas ya conocían la sidra pues las tierras de cultura céltica tenían este árbol como símbolo sagrado de la unión del mundo de los vivos y el de los muertos, si bien su desarrollo moderno comienza en el siglo XIII con la llegada de las variedades y métodos de elaboración del norte de España –incluyendo la prensa mora de piedra que se usaba para el aceite– gracias a los balleneros y bacaladeros vascos que llevaban barriles de sidra en los barcos como prevención del escorbuto.

Existe una sana rivalidad entre Normandía y Bretaña, zonas productoras del 90% de la sidra francesa, aunque sus estilos sean semejantes. De color entre ámbar y cobrizo, tienen una alta carbonatación y se elaboran con manzanas dulces y amargas muy maduras que definen un perfil entre goloso, amargo y tánico que las diferencia de las nuestras. Un método peculiar de elaboración llamado keevin agota los nutrientes para la levadura durante una fermentación larga y fría que no consigue rematar. La sidra final puede tener un grado alcohólico tan bajo como 2%, va a conservar azúcar en distinta medida y, entonces, se clasificará como brut, semi seca o dulce. Su carácter aromático especial –terroso, con recuerdos de granja, fruta compotada y especias– no siempre resulta agradable para el recién llegado: pura campiña líquida con sus flores, pero también su parte orgánica en un paladar rústico y refinado al tiempo, que juega con el mundo de los amargos y envuelve en dulzor la astringencia tánica. Hay varias etiquetas de calidad, como el sello rojo bretón para la sidra varietal Royal Guillevic, que culminan en 1996 con las Denominaciones de Origen Cornuaille, en Bretaña, y Pays d’Auge, en Normandía. La tradición manda beberlas en un cuenco llamado boleé, semejante a la taciña gallega, acompañadas de crêpes dulces y saladas.


Sidras de granja y vinos de manzana

El Reino Unido es el principal productor y consumidor de sidra con más de 500 millones de litros, cuadruplicando las cifras del segundo –Francia– mientras que los 80 millones de litros de Irlanda la sitúan en tercera posición, prácticamente en empate con Alemania y España. La sidra británica forma parte del rito del pub y se vende de barril, en botella y en lata, pero su imagen se resintió por una legislación que permite a las marcas comerciales llevar solo un 35% de zumo de manzana, siendo el resto azúcares diversos. Hoy las buenas prácticas se están recuperando gracias a iniciativas como la “Real Cider” que promueve la asociación cervecera CAMRA, y se vive un renacimiento que va unido al de la cerveza artesana, con más estilos, productores y consumidores que nunca. Hay sidras en todo el país, pero destaca la zona oeste con el Condado de Somerset como “reserva espiritual” gracias a su tradición de Farmhouse Ciders (sidras de granja) de pequeños cosecheros y estilos muy variados: secas, semi secas y dulces, carbonatadas o tranquilas, pálidas o ambarinas, filtradas o turbias. Un mundo tan diverso que, para el diario The Guardian, “Somerset es a la sidra lo que Bélgica a la cerveza”. Hay que probar sus scrumpy ciders, muchas veces fermentadas y maduradas en barriles de roble, que vendrían a ser las sidras más “artesanas”.

Las sidras alemanas tienen su patria en Hesse y, sobre todo, en la ciudad de Frankfurt, una zona vinícola que por el enfriamiento del clima entre los años 1500 y 1600 pasó de hacer vino con uvas a hacerlo con manzanas. El apfelwein suele tener una carbonatación mínima, a veces inapreciable, más fuerza alcohólica que otras sidras y una estructura ácida y tánica con aromas cítricos y herbales que se acercan mucho a los del vino blanco. Estas sidras secas, firmes, verticales y rieslingianas pueden ser monovarietales y existen versiones espumosas que compiten con el poderío local de la cerveza bávara.

La sidra tiene un gran encanto para los buscadores de lo último. Por el lado saludable, los nutricionistas se fijan en su grado alcohólico moderado y en sus posibles propiedades antioxidantes (recordemos el refrán inglés que dice “una manzana al día mantiene lejos al doctor”). Muchas fermentan sin sulfitos ni levaduras añadidas y se les supone efecto probiótico gracias a las bacterias lácticas. Su divertido maridaje con las nuevas gastronomías atrae a chefs y sumilleres, mientras que los aficionados podemos disfrutar de unas refinadas bebidas campesinas que están despertando al siglo XXI.

La fascinación del Nuevo Mundo

La sidra que llegó a tierras americanas y australianas con los colonos está viviendo su “nueva ola” en EEUU, mano a mano con el movimiento craft de cerveza artesanal. Hoy se reivindican perfiles no tradicionales, como las “sour” españolas (un vaso se paga a unos cuatro dólares) y nacen estilos creativos que incorporan lúpulo, café o especias. Pero la gran novedad llegó de Quebec, Canadá, con el invento en 1989 de las sidras de hielo. Las manzanas se recogen bajo la nieve, como las uvas de los eiswein. Dulces, ácidas y muy concentradas, pueden llegar a los 13 grados de alcohol.

Cómo se hace la sidra

La base siempre es la manzana, de la que hay cientos de variedades dulces, como las de mesa, pero también ácidas, tánicas y amargas. Como las uvas, pueden combinarse o elaborarse en varietal y su pulpa triturada se prensa para obtener un mosto que fermenta en depósitos (o en barriles y cubas de madera) con las levaduras propias del fruto en las “naturales” o seleccionadas en las “comerciales”. Después, una segunda fermentación lenta con bacterias lácticas redondea su carácter.